Trazo Freudiano: Comentario del libro La fe en el Nombre (Biblos, 2012), de José Milmaniene.
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viernes, 21 de septiembre de 2012

Comentario del libro La fe en el Nombre (Biblos, 2012), de José Milmaniene.

Por Martín Uranga

La fe en el Nombre”, el nuevo libro de José Milmaniene, se inscribe dentro de la tradición más radical del legado freudiano: va al fundamento. Si Freud nos presenta en “Tótem y Tabú” y en “Moisés y la religión monoteísta” el corpus ético del psicoanálisis que se asienta sobre la égida de la Ley del Padre, es porque pensar las condiciones de efectuación del sujeto del inconciente remite de manera insoslayable a la estructura del lenguaje y a sus modos socio-históricos de expresión. 
Así, consecuente con la labor de nominación de los significantes esenciales que Freud empezó a delinear al escuchar al sujeto de la modernidad que surge como efecto del discurso científico, Milmaniene emprende la imprescindible tarea de recrear las ficciones simbólicas esenciales, causa y efecto del progreso en la espiritualidad, en tiempos en los que la posmodernidad cuestiona las bases éticas que hicieron posible la emergencia del sujeto del deseo interpelado por la diferencia. Pareciera que el autor advierte que si en nuestra actualidad el lugar del Padre es cuestionado transgresivamente por las políticas de goce que promueven el retorno del protopadre, es necesario entonces encausar, a través de un ejercicio lúcido de escritura, un trabajo de simbolización que auspicie desde la inventiva y el creacionismo significante el reposicionamiento de los axiomas fundamentales puestos en cuestión por las recaídas pulsionales de nuestra época. De esta manera, Milmaniene no se contenta con reafirmar el lugar primordial del Padre en el abordaje del sujeto del inconciente, sino que entiende que es necesario situar el soporte escriturario que lo revela: el Nombre.

Si el psicoanálisis promueve la escucha atenta del sujeto causado por el encuentro con la diferencia, suposición inherente a la puesta en acto de la estructura simbólica, es necesario entonces situar aquello que nomina al lenguaje como tal. El nombre del lenguaje, escritura de imposible enunciación que entraña la potencialidad de la pronunciación de infinitos enunciados, constituye de este modo la instancia fundante de la letra. Así, inaugurando la revelación heterónoma de la alteridad, conmueve el universo narcisista y arroja al ser al exilio peregrinante que transcurre a través del mundo desiderativo escandido por el devenir significante. La revelación del nombre del lenguaje, expresado históricamente por los relatos que testimonian acerca de la singular experiencia del pueblo judío, implica, en términos de Freud, un salto cualitativo en el progreso en la espiritualidad, que supone el pasaje del mundo idolátrico y fetichístico de las imágenes que recrean un mundo cerrado en sí mismo, al encuentro traumático con la diferencia que se revela a través del tetragrama impronunciable signado por las letras del Nombre. 

Milmaniene irá recorriendo las coordenadas del Nombre a través de los diferentes tópicos conceptuales que lo atraviesan y lo contornean, en un entramado escriturístico que se nutre del relato bíblico y el psicoanálisis como discursos protagónicos, a la vez que tiende lazos con la filosofía en tanto la misma alberga una potencialidad fecunda para auspiciar un interjuego creativo entre las “verdades necesarias” reveladas por los relatos fundacionales y los efectos de verdad con estructura de ficción que se expresan en las coagulaciones sintomáticas que aluden a la singularidad del deseo del sujeto del inconciente.

El autor intenta cercar la nominación imposible del Nombre. Así, pone en acto un ejercicio creativo de deconstrucción necesariamente inacabado, que genera una dialéctica permanente entre diferentes órdenes discursivos anudados por sintagmas esenciales que producen un rencuentro jubiloso con lo indecible. De esta manera, el Nombre se constituye en un condensador extremo a partir del cual es posible articular las distintas referencias conceptuales que el texto nos transmite. Si el Nombre se revela en la materialidad del lenguaje con el inherente fetichismo de la letra que tal condición supone, será la poesía su característica esencial en tanto expresión del discurrir lúdico y rítmico de las palabras que alude al desencuentro radical del significante con el sentido. 

Si el juramento proferido afirma al Nombre en su enunciación performativa es porque la irrupción del espacio Otro que lo revela como alteridad irreductible convoca a un acto de afirmación esencial que entraña la convicción decidida asentada en la fe como anclaje imprescindible previo a toda reflexión posible. Si la Voz lo proclama será la plegaria el modo de invocarlo. 
En fin, si su imposibilidad intrínseca es quien causa la lógica escandida del ordenamiento significante que se expresa estructuralmente en dos tiempos, será el milagro su forma de revelación.

“La fe en el Nombre” no es un texto que podríamos situar dentro de lo que se da en llamar psicoanálisis en extensión. Aquí no se trata de aplicar el psicoanálisis al discurso bíblico. Tampoco, de manera inversa, de adaptar los axiomas analíticos a los presupuestos religiosos. Más bien nos encontramos con una dialéctica que pone en tensión creativa dos órdenes discursivos, que en su solidaridad estructural en torno al compromiso creyente en la Palabra así como en sus diferentes modos de expresión de acuerdo a las diferentes circunstancias históricas en que emergen, se nutren mutuamente sin que se produzca un atisbo de violencia epistemológica entre ambos campos. Esta circunstancia no constituye obstáculo alguno para que podamos reconocer el lugar de enunciación psicoanalítico del autor. 

Asimismo, “La fe en el Nombre” no constituye una elaboración desprendida de los intereses de la clínica ni se trata de una suerte de extravagancia ajena a los problemas subjetivos de nuestros tiempos. Todo lo contrario. Así como en “Clínica de la diferencia” Milmaniene nos advertía acerca de los efectos devastadores de la posmodernidad al promover una subjetividad desabonada de la impronta de la Ley del Padre, aquí emprende el camino decisivo: ir al fundamento de la estructura del lenguaje, que se materializa y se pone en acto en los rituales religiosos, para retornar con todo vigor a los fundamentos simbólicos de la práctica analítica reposicionando su dimensión ética y sublimatoria, en tiempos en los que el ataque a los dogmas y presupuestos religiosos encubre apenas disimuladamente el afán desubjetivante de transgresividad perversa y de brutalidad pulsional que los anima. 

La destitución subjetiva de la contemporaneidad comporta el cuestionamiento, la banalización y el bastardeo de las metáforas esenciales que conforman los relatos constituyentes de la revelación del orden simbólico, en beneficio del retorno neopagano que exalta el caos pulsional por sobre la hegemonía del logos. Esta circunstancia, convoca al autor a recrear y precisar en el discurso bíblico las categorías fundamentales del lenguaje, como vía regia para reposicionar los axiomas del psicoanálisis, en tanto discurso legatario del imperio de la Ley, en tiempos en los que la ideología posmoderna infiltra discursos, ciencias e ideales.

Es así como podemos rastrear en el libro de Milmaniene de qué modo, anudados en el Nombre, los distintos resortes conceptuales del texto bíblico actúan como un antídoto eficaz, para, desde la potencia que otorgan las metáforas inaugurales, inducir un ejercicio ético de lectura que revierta en nuevas maneras de pensar la subjetividad. Convencido de que el proceso histórico se encuentra en permanente cambio, el autor no apuesta por la nostalgia ni por la restauración, sino que se vale de los pilares simbólicos promotores de la cultura, para relanzar de manera renovada un pensamiento acerca de la subjetividad de nuestros días que enuncie sin concesiones la apuesta por la ética de la diferencia.
De esta manera, el autor opone la necesidad de promover el orden ficcional por sobre el cinismo empírico precipitado en la imbecilidad de lo Real que olvida que, en el decir de Lacan, “los no incautos yerran” y “que la verdad tiene estructura de ficción”. 

Del mismo modo, el juramento que afirma el Nombre de manera performativa en la plena afirmación del valor absoluto del lenguaje, se contrapone al relativismo disolvente que destituye las diferencias al exaltar las diversidades especulares. La Voz, que irrumpe desde la exterioridad radical que conmueve al narcisismo, desmiente la interioridad solipsista e introspectiva que entifica un “mundo interno” intoxicado de autoerotismo. 
El fetichismo de la letra, que promueve la sacralización del Nombre en tanto sumisión constituyente al lenguaje y al soporte material que la partícula de la letra implica, constituye el antídoto eficaz frente a los fetiches objetales que buscan suturar imaginariamente con “imágenes velo” la ausencia del falo materno. 

La poesía, puesta en acto del devenir significante que sanciona el divorcio entre la sonoridad del lenguaje y la coagulación del sentido, nos conmina a sostener en el discurrir infinito de las palabras lo indecible del nombre del lenguaje, subvirtiendo los circuitos de comunicación convencional, que tienden con “buenas razones” que todo lo explican, a obturar el espacio del deseo. 

Así, el lenguaje, suspendido en la imposibilidad de su enunciación nominal, y a través de la preminencia del Otro de la palabra que el monoteísmo revela, nos sitúa en el orden neurótico de la diferencia, y nos precave contra el aplastamiento que la consagración de los significados y la inmanencia sancionan con su cerrazón imaginaria. Asimismo, la subjetividad, como efecto de la irrupción de la heteronomía del Otro, contrarresta la tendencia tanática a la hegemonía del Yo. 

En este sentido, cobra especial relevancia el análisis que Milmaniene aborda respecto a las diferentes dimensiones del lenguaje consideradas por Rosenzweig en torno a sus estudios bíblicos: A) el lenguaje coral, auspiciante de la comunión fraterna a través de la conformación de un espacio comunitario atravesado por la alteridad, como remedo en acto permanente frente a las rivalidades narcisistas propias de las contiendas imaginarias impregnadas de componentes mortíferos. B) el relato como construcción metafórica de tramitación de las “verdades necesarias”, que acota la tendencia al cinismo empírico abroquelado en un imperativo fáctico informacional que sólo tiene ojos para sancionar como realidad lo que se presta a ser visto en el mundo cósico-especular. C) el diálogo, finalmente, en tanto relación ético-lingüística que considera al Otro como promotor de la palabra que efectúa la subjetividad, ataca de raíz el uso instrumental del lenguaje al servicio de monólogos proyectivos que retroalimentan la vanagloria idolátrica del Yo.

Cómo no valorar en este contexto, las reflexiones en torno a la plegaria y al milagro, ambos impregnados de la dimensión ética del lenguaje.
La plegaria es el modo de invocación que materializa en acto la exterioridad radical del Otro, causando al sujeto afectado por la receptividad del don a la acción en la historia a través de la destitución del narcisismo. 
Por su parte, el milagro, contrarresta los arbitrios y caprichos narcisistas de la magia al actuar como la realización en dos tiempos de la potencia desiderativa enunciada proféticamente hacia un porvenir abierto que compromete al deseo decidido del sujeto, alterando de esta manera la neurosis de destino que se cierne oracularmente en el paganismo como certeza ineluctable de la tendencia a la repetición.
En su libro “La ética del sujeto”, Milmaniene nos había situado en la perspectiva de pensar al psicoanálisis, desde la perspectiva secular posibilitada por la modernidad, como un discurso de raíz mesiánica que renueva el Pacto con la Palabra a través de la asunción responsable del deseo que el Otro de la diferencia promueve. 

Reafirmada la lógica mesiánica como ficción esencial en su texto “Clínica de la diferencia”, no hay ninguna mención explícita a ella en el libro que nos ocupa. Sucede que el mesianismo, en tanto tensión utópica hacia la enunciación posible del Nombre, impregna cada uno de los párrafos del libro como prototexto que late desiderativamente en cada una de las letras imposibles de la nominación del lenguaje.
El mesianismo, inherente a la hegemonía del logos que no cesa de no arraigarse en el ser, es la estructura de discurso que inscribe al sujeto en la vertiente del desgarro existencial y de la apertura a lo trascendente. Es la lógica que imprime potencia, vitalidad, vigencia y equivocidad al Nombre que constituye su marca más idiosincrática. 

Milmaniene nos propone sostener la creencia en el Nombre en contraposición a la credulidad idolátrica apegada a los fetiches maternos. Sólo el sostén de la causa como enigma nos previene de la tentación de obturar lo real de la sexualidad y de la muerte con explicaciones hechas a medida. Sin la afirmación creyente en el nombre indecible que destituye los rótulos y las etiquetas, la petulancia y la vanidad humana no encuentran límite a sus pretenciosos saberes que consolidan la certeza perversa que desmiente la diferencia pretendiendo encontrar razones para justificar cualquier iniquidad transgresiva. 
En fin, sin la fe en el Nombre que impone el límite ético que preserva la inviolabilidad de la trascendencia, la típica pregunta retórica e inductora de goce característica de la perversión, “¿por qué no?”, se afirma como un imperativo pulsional que orada el orden de la Ley simbólica en aras de la obscenidad superyoica. 

Si se trata de creer en el Nombre, es porque del mismo modo que el fetichismo de la letra preserva de la consolidación objetal, la fe en el Nombre supone elevar el anclaje existencial del ser humano al orden simbólico, la creencia, a la categoría más abstracta que el progreso en la espiritualidad supone.
Concluyo con palabras de Zizek en “Como leer a Lacan”: “Lo que muchos lectores de Lacan pasan por alto es que la figura del sujeto supuesto saber es un fenómeno secundario, una excepción, algo que surge contra un fondo más elemental de un sujeto supuesto creer, que es el rasgo constitutivo del orden simbólico.”

Fuente:  ImagoAgenda.com 

3 comentarios:

Unknown dijo...

estimada ani

para escribir poesia uno puede utilizar "metaforas psicoanaliticas", jerga psicoanalitica que funcione como metafora poetica? la logica psicoanalitica puede ser expresada en metaforas?

CRM dijo...

que buena información, esta muy bueno tu articulo, gracias por permitir que otros lo conociéramos.

Ani B. dijo...

Hola Luis Alberto, gracias por la visita... qué te puedo decir sobre lo que "se puede o no se puede" en poesía, cuando ella justamente rompe con las reglas gramaticales (a diferencia de la literatura).
Sobre la segunda pregunta: sí, la lógica psicoanalítica puede expresarse en metáforas. Saludos.

CRM, gracias por tu interés, este artículo no es mío, es de Martín Uranga... y es sobre un libro absolutamente recomendable porque a su profundidad acompaña una sensibilidad al nombrar que lo vuelve contundente y bello

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